Tal vez sea conveniente decir que los adultos no somos los más cualificados para opinar de los jóvenes ya que, según ellos, nuestros juicios sobre este período de la vida no suelen ser muy acertados. Sin embargo, creo que el hecho de haberles dado lo mejor de mí mismo, ayudándoles a formarse en la edad más voluble y difícil, me otorga cierta licencia para hacerlo. A menudo se declaran cansados de oírnos hablar tanto de ellos y se indignan de que los culpemos, en exclusiva, de cosas comunes a todos, solo por nuestro recelo de no ser jóvenes hoy día. Lo mismo sucede cuando se mencionan determinadas actitudes suyas ante esta contagiosa enfermedad universal que les ha originado mucha frustración y temor al fracaso de enfrentarse a un dudoso porvenir, por lo que prefieren mantenerse al margen, no sin mostrarse en serio desacuerdo con las medidas adoptadas por la Administración, junto a restricciones aleatoriamente impuestas, y al continuo vaivén de oleadas y desescaladas que les han causado frecuentes discordias en su vida social, pues no se han visto con los amigos, no han ido a discotecas, al cine ni a practicar deporte. De la misma manera, han dejado de viajar, cuando no hace mucho habían descubierto que la mejor forma de vivir es recorrer mundo para ver y hacer la mayor parte de cosas posibles e intentar aprovechar tales experiencias antes de organizar formalmente su vida. Así que todas esas situaciones les han servido de pretexto para ahuyentar penas, bebiendo y bailando en pandilla y botellón, con el fin de satisfacer su deseo sagrado de libertad a través de arriesgadas acciones de diversión callejera, mientras el resto las hemos sufrido como una segunda pandemia.