Crecimos por sus calles donde, año tras año, huíamos de la ciudad para encontrarnos con la mejor versión de nosotros mismos, más libres, más ávidos de aventuras, más nuestros. Las vacaciones significaban pueblo y, con él, noches sin hora de vuelta a casa, carreras en bicicleta, tardes de plaza y cartas, nuevos amigos. Desde pequeños se tejen amistades que, tan sólo unos días al año, se hacen invencibles. Normalmente se estampan en una camiseta con el nombre de una peña, aquella en la que pruebas el primer chupito de alcohol o la primera calada, donde creces a base de experiencias. Y aquellos días de fiesta te recuerdan a lo que nos canta la Fuga, al fin y al cabo, vives más de noche que de día.Olvidas la televisión, la cobertura, la batería y otras tantas cosas que creías imprescindibles. Los domingos se vuelven especiales, cuando te pones tus mejores galas y, después de misa para algunos, todo el pueblo se reúne en el bar, que se vuelve un jolgorio de gritos, risas, y preguntas. “¿Y tú de quién eres?” será tu preferida frente a muchas más que se mezclan con las cañas y los mostos, como qué tal te ha ido el invierno, cómo están tus padres o cómo has crecido. Al fin y al cabo, de alguna manera, allí todos somos familia.Tus amigos de la ciudad no comprenden esa amargura con la que vuelves en septiembre, cuando cada canción te recuerda a un momento concreto que volverías a revivir una y otra vez. Quizás al último baile de las fiestas, conversaciones para arreglar el mundo una noche bajo las estrellas o un beso robado entre la arboleda que se mezcla con la carretera. Aquella que lleva al pueblo de al lado donde, lo puedes asegurar, no son tan majos y tan todo como en el tuyo. Pura rivalidad demostrada en los partidos de fútbol, donde animas a tu pueblo a más no poder e, independientemente del resultado, te quedas con la sensación de haberles ganado, al menos en devoción.Con el tiempo hay cosas que cambian, la edad llega cargada de responsabilidades y no siempre puedes cuadrar tu agenda para pasar unos días por allí. Por suerte, al que algo quiere algo le cuesta, y al final nunca es tarde para ponerte al volante y volver. Siempre volver.Y una madrugada a finales de agosto camino por sus calles. Huele a años 2000, a sonrisas a medias y canciones cantadas a grito pelado. Huele a amaneceres desenterrados entre el polvo de los recuerdos. Huele a abrazos sinceros, a amistades más fuertes que el acero. De fondo puedo escuchar esa canción que año tras año me hace perder la vista en la carretera de vuelta a la ciudad. Son mis amigos, reza Amaral por los altavoces. Y me hubiera abierto el pecho en canal para dejar allí toda esta nostalgia que se iba conmigo. Que una sola noche hubiera bastado para que, cada año, volvamos a asegurar que ha sido el mejor verano de nuestras vidas.