A Bubba Meyer le decían el negro. El negro Bubba. Cómo sería de negro que hasta los suyos le llamaban así. Hacía blanco a Machín. Llevaba la magia de serie, esa que viene con una sonrisa que no miente. Me recogió en el aeropuerto de East London, Sudáfrica, por aquel entonces apeadero, y a los dos minutos ya éramos amigos. Hicimos muchas millas en su todoterreno. Le preguntaba si veríamos leones y me contestaba que pocos, que se escondían. Y entonces, reía. El negro Bubba pronunciaba su nombre estirando la segunda be, era de mi quinta y sabía bien lo que pesa la vida, especialmente por la gravedad que siempre ha caracterizado a aquellas latitudes a las que no fue ajeno. Tenía la mirada tan blanca como su dentadura, y ambas las regalaba. Los episodios que contaba daban como para una saga y no recordaba haber temido a los leones. Solo por eso, ya lo quise. Sus abuelos nunca calzaron zapatos y desconocían lo que comerían el día siguiente, si es que comían. Su madre lo crió junto a ocho hermanos, su padre era brujo ocasional y curaba con el humo de un puro de pelo de maíz. Le enseñaron a leer en las estrellas y a ganarse a la gente. Tenía tres pequeñas por las que daría cien vidas. Yo también, le dije. Y subí la apuesta a mil. Pasamos dos días juntos, me contó su vida y la de tres ancestros, mientras se liaba cigarrillos sin soltar el volante y sin dejar de reír. Nos despedimos allí donde me recogió, fundiéndonos en un abrazo que duró lo que una pandemia. Cuidado con los leones, me dijo. Allí en tu mundo son más y se esconden mejor. No olvidaré al negro Bubba. Qué tío.