Cada vez somos menos los que manejamos dinero contante y sonante porque nos agrada sentir el tacto en la mano y la confidencialidad de su uso. A ello se añade la pérdida de privacidad que suponen otras formas de pago en las cuales la salvaguarda de protección no está exenta de riesgos, toda vez que el cambio a la realidad virtual no ha sido solo una decisión económica sino también social. Sin embargo, el modelo del dinero tradicional está a punto de desaparecer y su puesto en la actualidad lo copan, cada vez más, las tarjetas bancarias, cuentas de crédito, cheques al portador y otras formas muy extendidas de carácter digital como los pagos por Bizum, dejando de lado para importes menores en tiendas de ultramarinos, panaderías y bares, la moneda corriente que se adquiere en cajeros automáticos o se retira en ventanillas de banco. En todo caso, si los citados procedimientos fomentan el consumo masivo, también han hecho crecer alternativas adversas como las asociaciones de solidaridad, tan arraigadas en Francia, gracias a las cuales un trabajador de un gremio presenta sus competencias laborales, a modo de trueque con otro solicitante, de la manera siguiente: “Pintor ofrece su trabajo en favor de fontanero que preste el suyo”, o “Abogado pone a disposición su servicio jurídico a cambio de un empaste dentario”. La asociación facilita el contacto real de ambos peticionarios, por medio de una ficha testimonial certificada, con criterios bien definidos sobre el tiempo empleado y su rendimiento, que adquieren la cualidad del dinero por estar basados en la confianza mutua y en el valor de la palabra dada. El precio asignado por ser socio de la agrupación es una cuota anual de 10 a 20 euros.