Ya queda poco para que finalice este Año Xacobeo, con un exitoso Camino de Santiago tan masificado, que en sus últimos kilómetros parece más una manifestación que un peregrinaje. Y tal vez éste sea un buen momento para plantearnos si la religión contribuye o no al esfuerzo de intentar conseguir un mundo mejor.

¿Aporta algo a nuestra sociedad que los creyentes se martiricen, enciendan velas o se pongan a adorar a Dios como fórmula para que se les cumpla un deseo? No se trata de cuestionar la existencia de Dios, sino la utilidad colectiva de la fe así interpretada. 

Yo he tenido la suerte de conocer a alguna buena gente, creyente e inteligente. Y el común denominador de todos ellos es que entendían la religión como una especie de intercambio. Ellos asumían una aptitud coherente al humanismo cristiano que bien entendido suma y a cambio se sentían espiritualmente apoyados.

La iglesia tiene la responsabilidad moral de ser útil a la gente en general, sean creyentes o no, y sólo consiguiéndolo se ganaría el respeto de cualquier individuo con calidad humana.

Estoy convencido de que en estos momentos hay un gran número de personas dentro de la estructura eclesiástica que están deseando asumir esa responsabilidad.

Cuando un creyente recurre a la religión como ayuda para solucionar un problema, rara vez se plantea un intercambio comunitariamente útil para su entorno. Nadie piensa en un compromiso concreto que beneficie a su círculo personal o social como oferta de trueque para que se haga realidad su deseo, sino que su oferta de intercambio normalmente se reduce a ponerse a implorar, agasajar y adorar a cristos, vírgenes y santos a cambio de su petición.

¿No deberían los responsables de la iglesia transmitir la idea de otro tipo de intercambio socialmente provechoso?

Si Dios existe estoy convencido de que la idea le parecería buena, y aunque no existiera, nos parecería buena idea a todos.