No a ese orgullo tonto, estéril y tóxico de sentirse más que los demás, sino a ese de sentirse querido por alguien al que quieres, demostrándolo cuando le mandas una postal de un sitio que visitas, aunque sea por primera vez o mil veces, porque te gusta, porque te encanta y porque te gustaría que te acompañara esa persona a la que le envías una postal desde el Partenón, debajo de un naranjo o tumbado en el tomillo que huele que te mueres de gusto. A ese orgullo me refiero. A ese orgullo de sentirse querido o querer. A ese orgullo que espanta el asco, el odio, el tedio, la repugnancia del discurso hueco y falso que algunos y algunas practican, porque no saben hacer otra cosa que joder al personal. A ese. Al orgullo de estar junto a un capitel corintio, una mujer del Sáhara guapa con unos ojos brillantes como el sol del desierto, a un niño comiéndose un helado de nata en medio de la nieve, a una novia de 60 años, que quieres porque sí y ya está. Orgullo de que él o ella se sienta orgullosa de posar junto a ti. Ese orgullo.