Esa era la frase que me decía mi abuelo cada vez que nos sentábamos en alguna plaza arbolada de Pamplona a tomar el almuerzo en los días más cálidos del verano.

Si me traslado a esos momentos, la primera plaza que me viene al recuerdo es la plaza de la Cruz. Sus árboles me parecían gigantes, eternos. Era como entrar en un oasis donde correr a la fresca, asustar a las palomas, mirar al señor bajito que caminaba rápido con disimulo, pegar algún que otro balonazo a alguien que leía la prensa en un banco, jugar al escondite o refrescarse. Y digo refrescarse, aparte de por el refugio climático que suponían esos árboles en medio del asfalto, porque fueron varias veces las que me caí a la fuente.

También me sumergí en las aguas de la fuente de la Taconera alguna vez, con un skyline tipo Benidorm ahora. Además de a las fuentes de la Plaza del Castillo, de la que de sus árboles solo quedan recuerdos.

Ahora os preguntaréis, ¿por qué esta muchacha nos cuenta todo esto? Pues porque estoy desolada por la inminente tala de árboles que se va a realizar en la calle Sangüesa para la construcción de un parking que a nadie le hace falta.

Si esta acción se lleva a cabo, jamás borrará el recuerdo que tengo de esta plaza querida, pero sí se llevará por delante esos árboles majestuosos que tanto han vivido, tanto han refrescado, tanto han cobijado y tanto han ayudado sin pedir nada a cambio.

Así que en estos tiempos de crisis climática y especulación urbanística sólo puedo despedirme citando a mi abuelo Félix, que sabiamente decía: “Al que a buen árbol se arrima, ahorrará gasolina”.