Mientras contemplaba a los bañistas disfrutar inmersos en un intenso griterío del juego entre el animado oleaje que el Mediterráneo brindaba, me resultaba imposible desplazar de mi recuerdo a la bebé, cuyo cuerpo había sido devuelto a la costa por el mismo mar dos días antes a pocos kilómetros de donde me encontraba. La paradoja se instaló en mi pensamiento: las mismas aguas, que en aquel momento servían de divertimento y disfrute a la chavalería, habían hecho naufragar a una patera en la que varias personas huían de la indignidad en busca de un atisbo de dignidad.

El resultado, como suele ser habitual en estas ocasiones, horrible y tétrico. Estas personas no solo no encontraron esa pizca de decencia para sus vidas, sino que toparon con la inmensa y desalmada fuerza de la naturaleza, ante los ojos de un mundo que no termina de querer verlo. 

Con total acierto, Adela Cortina, en su obra Aporofobia, el rechazo al pobre, insta a las instituciones jurídicas y políticas a dirigir sus esfuerzos hacia la creación de una hospitalidad cosmopolita basada en la justicia y la compasión. El reto se antoja utópico pero nuestra evolución como especie solo será completa si lleva consigo un progreso moral que nos permita defender la dignidad del otro como ser humano. Se trata de una tarea que exige corresponsabilidad social y que implica ineludiblemente a la educación y a quienes nos gobiernan.