Al principio se postulan para un cargo y prometen hacer del mundo un lugar mejor. Luego logran atraer un fuerte consenso sobre su persona, logrando ocupar cargos cada vez más importantes. Y al final, si tienen suerte, también consiguen gobernar. Al menos un rato. Pero a la hora de dejar el poder o el escenario a otros protagonistas, estos no saben cómo ni cuándo desaparecer. Anuncian su retiro de la política, dicen que quieren estar más con su familia, disfrutar de sus nietos, volver a hacer su trabajo o viajar por el mundo. Pero luego siempre regresan, de una forma u otra. Porque a la hora de retirarse a la vida privada no hay derechas ni izquierdas. El vicio de los políticos es siempre el mismo: dar un paso atrás sólo para ponerse al día y volver a la escena política. 

Se pueden contar con los dedos de una mano los políticos que se han retirado a la vida privada por elección propia y no por derrotas electorales o por problemas judiciales. La historia también nos enseña que sólo hay dos maneras de liberarnos de líderes que no quieren abandonar sus escaños: un colapso político o un caso judicial. 

He leído que un político capaz de entender cuándo dejar el poder fue en la antigua Roma. En el siglo V a. C., en una época de caos político y militar, Lucio Quincio Cincinato fue elegido dictador con plenos poderes. Nadie tenía el poder de hacerlo decaer. Pero después de llevar al ejército a la victoria contra el enemigo, y tras sólo dieciséis días renunció y volvió a arar su campo (cf. https://es.wikipedia.org/wiki/Cincinato). En ese momento aún no había retransmisiones en vivo por Facebook o por X. Creo que otro ejemplo fue el primer presidente de los EEUU de América, George Washington. Seguramente también porque era independiente. 

Aclaro por si acaso una cosa: es correcto querer también explotar económicamente lo aprendido en los pasillos del poder o en la gestión de los asuntos públicos, tal vez enseñando, escribiendo libros o dando conferencias. También es válido regresar a la forma privada y desapercibida de vida sin focos ni micrófonos, y sin que necesariamente nadie se dé cuenta.