Todavía tengo la foto de su WhatsApp con el gatico. Mis recuerdos de Mari son el contrapunto de la fiesta, alejados de las fotos que todos vamos a ver de los Sanfermines. La fiesta y la muerte unidos en un hombre con habilidades profesionales y emocionales. La muerte y la necesidad de hacer un intento de impedirle al tiempo que se lleve la identidad de quienes han muerto.

Mari tenía un comercio de lápidas en Burlada; cuando murió la ama nos hizo una lápida vertical para el cementerio chiquito y austero de Zoroquiain. Hace dos años murió el aita y nos escuchó con paciencia y empatía a mi hermano y a mí cómo poner el nombre del aita en la misma lápida de la ama. Pensó la solución haciendo una lápida nueva con el nombre de los dos unida a la anterior mediante silicona. Estaba dispuesto a venir al pueblo -con buen ojo de marmolista y experto- debió de pensar que aquellos dos hermanos no tenían la pericia necesaria... pero al final, no pudo venir porque le salió una urgencia. Nos preparó una pistola de silicona especial y nos dejó unas pinzas específicas para que las dos lápidas quedaran perfectamente pegadas y nos dio instrucciones precisas.

Recuerdo a mi hermano -experto en budismo- persignándose en el cementerio pidiendo a alguien sobrenatural que aquello fuese bien porque tampoco confiaba mucho en su colaboradora, su hermana.

Le enviamos una foto de WhatsApp, visto bueno, y posteriormente se interesó por el buen resultado porque vivimos muy cerca de su comercio. Así, Mari y yo hablamos sobre el deterioro del comercio local de Burlada, de su cuadrilla -había perdido varios amigos de cáncer-, de la nostalgia, de su próxima jubilación... Nunca le oímos ninguna expresión de ostentación.