Hace ya un tiempo que la docencia se está convirtiendo en una de las profesiones peor valoradas por la sociedad en general y por las familias con hijos e hijas en edad escolar en particular. Vivimos un momento en el que nuestra palabra es cuestionada, nuestra autoridad es desafiada y nuestro trabajo infravalorado. Somos profesionales formados, con años de estudio, preparación, experiencia y vocación. Nada de lo que hacemos es improvisado. Educamos con criterio, desde el conocimiento y con el único objetivo de acompañar a nuestro alumnado en su desarrollo personal, emocional y académico. Contando, eso sí, con los recursos de los que disponemos.
En ocasiones, los y las docentes nos tenemos que enfrentar a agresiones físicas por parte de familias y alumnado. Estas suelen ser las que se hacen públicas y aparecen en medios de comunicación. Es entonces cuando la sociedad se echa las manos a la cabeza pensando en qué podemos estar haciendo mal.
Sin embargo, también nos enfrentamos más a menudo a otro tipo de agresiones, mucho más silenciosas, menos mediáticas y más frecuentes, y son las psicológicas, las cuales se reciben por parte de algunas familias que componen nuestra comunidad educativa en forma de falta de confianza hacia nosotras, nosotros y nuestro trabajo.
Son innumerables las ocasiones en las que recibimos mensajes cuestionando decisiones tomadas, poniendo en duda nuestra metodología, las adaptaciones que realizamos al alumnado y queriendo hacer ver, con difamaciones, que no estamos cumpliendo con nuestra labor docente.
Todos estos mensajes los recibimos los y las docentes: correos electrónicos, llamadas, denuncias a través del Departamento de Educación e incluso a través de la prensa, no teniendo opción a réplica y/o defensa. En concreto, en nuestro centro este curso se han tenido que tramitar un total de 27 partes de agresión de familias hacia el profesorado.
Detrás de cada docente hay una persona con sentimientos. Duele que se nos acuse sin conocernos, que se nos juzgue sin escuchar, que se invada el tiempo y el espacio de la escuela como si no existieran límites entre nuestro trabajo y el papel de las familias. Necesitamos respeto, colaboración y confianza. La educación es, sí, una tarea compartida, pero no debe confundirse compartir con invadir nuestro trabajo.
Cuando familias y escuela remamos en la misma dirección, el alumnado es el mayor beneficiado. ¿Por qué no hacemos entonces un esfuerzo, un poco de reflexión individual y tratamos de mejorar esa convivencia?
Por otro lado, nos gustaría agradecer a todas aquellas familias que sí confiáis en nuestro trabajo y valoráis nuestra dedicación, esfuerzo y, sobre todo, nuestro amor hacia la profesión.
Firmamos esta carta como docentes, como profesionales y como personas que aman su trabajo y que, a pesar de todo, siguen creyendo en la fuerza transformadora de la educación.
*En representación del personal docente y no docente del CP San Miguel de Noáin