Poema en homenaje a José Ignacio Lacasta Zabalza.

En el árbol de la bruma / cantó el rojo cardenal, / idealista que rezuma / voz del bien universal.

Su trino, doctrina pura, / clara, firme y sin temblor, / cada nota fue la luz, / cada piar, un resplandor.

Con nobleza y con ternura, / con pasión y con verdad, / jamás alzó su ventura / sin llevar al alma en paz.

Se inspiró en libros sabios, / buscó justicia y verdad, / y en sus ojos se posaba / la templanza y la bondad.

Ella, alada de canela, / lo escuchó y lo comprendió; / su voz, magnífica y pura, / el alma suya envolvió.

Fue su eterna compañera, / fueron canto, llama y pena, / y razón trascendental.

Pero un día el cardenal / vio su cuerpo de cristal, / sin aire, sin melodía, / sin voz que alzara su sol.

Ella quiso darle el alma, / aliento y vitalidad, / más la cruel enfermedad y los seres de maldad / se juntaron y cortaron toda felicidad.

Lo vio partir con desvelo, / sin poderlo rescatar, / su amado pájaro rojo / dejaba de respirar.

Quiso arrancar su tristeza, / su fiebre y su soledad, / más halló solo ausencia, / el vacío y la impunidad.

Pronto el tiempo, fiel maestro, / le mostró con claridad: / ella era único puente, a la vida inmortal: / el amante solo puede / al ser ido, regresar.

Su pecho encontró sentido, / su esperanza despertar, / la alada color canela / renació en serenidad.

Ya no hay duelo ni distancia, / ni final ni oscuridad; del dolor brotó su esencia, / del amor, su inmensidad.

El cardenal la acompaña. / Trascendente, sideral. / Ella vuela noble y libre / construyendo su destino / con gran fuerza existencial.