¡Cuánto dolor en julio! Lo prometió Ratko Mladic al entrar en Srebrenica: "Llegó la hora de vengarse de los musulmanes". Y así fue: casi nueve mil asesinados a sangre fría en tres días. Podridos y mutilados en fosas comunes. Bastantes ya desenterrados e identificados gracias al trabajo de heróicos forenses y testigos. Otros aún desaparecidos. La orfandad de decenas de cuerpos ilumina la magnitud de la matanza: nadie los reconoce porque no queda familiar, novia, amigo ni vecino vivo que certifique su paso por el mundo. Seres humanos fusilados sin dejar huella.

Por fortuna allí hubo algo más que memoria diversa y respetables puntos de vista. Hubo cámaras. En algunos videoclubs serbios se vendió durante años una cinta terrorífica. Un grupo de paramilitares, los Escorpiones, es bendecido al alba en una misa castrense. La comunión entre un pope y el infierno recuerda a lo ocurrido hace décadas aquí en una plaza de toros. Luego aparecen seis jóvenes musulmanes golpeados y maniatados en un camión. Los bajan de malos modos, los tumban en una cuneta, se ríen de ellos. Tienen sucios los pantalones, sangre seca en la cara, no abren la boca. Uno tiembla. Al rato los levantan a patadas, les hacen caminar en fila india. Se detienen en un claro de bosque y disparan a cuatro, uno a uno y por la espalda. Ordenan a los dos restantes que arrastren los cadáveres a una casa en ruinas, y allí acaban también con ellos. Espera, me quedan tres balas, avisa un canalla. Y los remata. Cambia el lugar y el horror es el mismo. Cuando estas imágenes se hicieron públicas el presidente de Serbia manifestó su espanto y pidió perdón en nombre de su pueblo. Muchos que dudaban del genocidio confesaron que el sectarismo los cegó. Ciertos paisanos nuestros, negacionistas o relativistas, deberían ver el vídeo. No hay contexto histórico que explique esos brutales paseos ni deseo de reconciliación que justifique su olvido. El paisaje es diferente. Julio es siempre julio.