No la suelo ver pero la vi. La gala de los Goya, digo. Es lo que tienen ciertos sábados de invierno, que lo mejor es el sofá, la manta y lo que te echen. Y me alegré por Javier Gutiérrez, la verdad. En octubre lo vimos en el Gayarre con Los Mácbez y fuimos al cine a ver La isla mínima. Le hemos visto más veces sobre las tablas y también en la televisión. A mí me gusta. Me gusta cómo actúa, cómo se transforma y se come la pantalla o el escenario y se multiplica en función de la densidad de la propuesta, cómo refuta -como otros actores sólidos- una constante, la inercia que identifica los físicos imponentes o al menos resultones con la capacidad de soportar emociones, tensiones y conflictos poderosos. Algo que en principio, contradice lo que entendemos por trabajo de actuación, es decir, de transmisión, de metamorfosis, de simulación creíble. Bueno, y también me gusta porque cuando no actúa parece un tipo normal que habla normal.

Me alegré también de que le dieran el premio a la fotografía a Álex Catalán, porque transmite turbiedad y cerrazón incluso en las tomas más luminosas, porque plasma la opresión la asfixia. Pero también, porque mientras las veía, me atrapaba la hermosura de las imágenes cenitales de las marismas, que según el momento parecen circunvoluciones cerebrales, pequeños seres vivos vistos al microscopio o paisajes de otro planeta y aportan a la vez el contexto y la sugerencia de que todo puede parecer otra cosa.

Me alegré, en conjunto, por el reconocimiento a la película, porque es una de esas que días después de vista sigue ocupando la cabeza y eso se agradece.