La semana pasada recibíamos con estupor la noticia de la muerte de Roberto Requena Hita, un chico de dieciséis años, un chaval majo, integrado, sano y deportista para el que las personas de su entorno no tienen sino buenas palabras. Vemos su foto y es similar a la de tantos mocetes con los que convivimos y nos cruzamos en las calles. Su muerte ha provocado una justificada reacción de dolor en aulas, patios y plazas y se han llevado a cabo concentraciones para manifestar el rechazo a la violencia y expresar la conmoción que un hecho de estas características provoca en la gente de bien. Nadie quiere que esto suceda. Las redes recogen también numerosas peticiones de justicia.
Peleas como la que ha costado la vida a Roberto son frecuentes, aunque afortunadamente se saldan en la inmensa mayoría de los casos con rasguños, moratones y orgullos más o menos magullados, pero, en principio, con nada irreparablemente perdido.
¿Son inevitables? ¿Un terreno en el que no se puede intervenir? No estoy tan segura. Cuando se pregunta a los adolescentes por las posibles reacciones ante un conflicto, las respuestas son muy variadas, desde el enfrentamiento físico para defenderse o defender a la persona agredida, la violencia de castigo, la búsqueda de mediación, el intento de diálogo o el abandono del escenario. En muchas ocasiones el recurso a la pelea es un automatismo motivado por el desconocimiento de otras opciones más ventajosas o por la falta de prestigio de estas. Y esa es una tarea educativa que pasa por la escuela, por las familias, por los medios y que solo será posible si efectivamente las familias, la escuela y los medios, es decir, mucha gente, se lo cree y prestigia otros modelos de resolución de conflictos.