Han pasado dos días. Celebramos el 8 de marzo con sol entre los estragos de la crisis, la reivindicación y la esperanza, que es lo último que se pierde porque más vale. Como antesala, hemos podido leer abundante información sobre la desigualdad real. La brecha salarial con su consiguiente espada de Damocles, la pobreza femenina, ha sido un tema repetido. Otro titular llegaba la semana pasada: las chicas sacan mejores notas que los chicos, pero tienen menos confianza en sus capacidades. Aspectos laborales, legislativos, educacionales y psíquicos que se alían, se sostienen y forman un sistema complejo en el que sobran intereses y coartadas.
Hace muchos años, escuché a una destacada activista por la igualdad contar un cuentecillo oriental. Decía que un sabio y bondadoso anciano tenía tres hijas y tres hijos. Una terrible tormenta destruyó su casa. Días después, el sabio y bondadoso anciano, aliviado, fue a dar gracias a los dioses por haberla podido reconstruir ayudado por sus tres hijos. Cuando acabó de contarlo, la destacada activista explicó que a su entender aquel anciano no era ni tan sabio ni tan bondadoso. La sabiduría quedaba cuestionada si ante la emergencia solo había utilizado la fuerza de tres personas. La bondad también quedaba en entredicho si las hijas habían participado -lo que era más que probable- acarreando materiales, salvando lo que la tormenta respetó, preparando comida, cuidando los niños, el campo o el ganado. ¿Qué cara habrían puesto las hijas si hubieran escuchado la acción de gracias del padre?
Tenemos por delante el reto de seguir trabajando para conseguir un sistema de convivencia, de producción y de organización basado en el respeto, la equidad y el mutuo reconocimiento.