Pasamos por la carnicería y dice José Antonio que lo que faltaba, que ahora los médicos sueltan que hay que comer menos carne. Preguntamos si se salvan el pollo y el conejo, que estaban ahí ahí, entre planetas y planetoides como el pobre Plutón y que tampoco. Ni el cerdo redimido, que se había unido al grupo y ya era carne blanca y recomendable. En fin, que no sabe una qué comprar ni qué comer. “Estoy aborrecida”, decía mi abuela cuando pensaba el menú diario, y vamos a acabar igual.

Más allá de comer con variedad, en cantidades correctas, evitar lo que sienta mal, que cada vez son más cosas y a más gente, no tengo mayor criterio bromatológico, pero sí alguna experiencia que, para no variar, me hace pensar mal.

Durante años el pescado azul fue malo malísimo. Ahora está lleno de cualidades y según de dónde venga, también de metales pesados, Los huevos, ese milagro que no cansa y reconforta y son oro puro también pasaron su martirio y no acaban de salir del purgatorio. El pan, parecido. La accesibilidad económica de estos alimentos favorece su demonización. Meterse con los pobres da un toquecillo de estatus y la salud es una cuestión sensible. Como resistencia propongo ocasionalmente una liturgia sublime: bocadillo de papada, bien crujiente, cerveza y sofá. En unos años será declarada práctica cardiosaludable por la OMS. Lo veremos.

Un cliente pregunta qué hay que comer. “Pescado”, responde José Antonio, que a pesar de su oficio no regatea la información. “Fíjate la merluza, cómo ha bajado”, dice una señora. “Sí, la que tiene varufakis”, contesta un cliente. Cerramos los ojos, suena un sirtaki, y nos dejamos mecer por unas olas lejanas, de un azul radiante y espumoso.