Si voy al médico y le comento que a veces las lumbares se me ponen en dolor seguro que me pregunta si me he dado un golpe fuerte que explicaría todo, porque además percibe una afección en el área cerebral del habla, que digo las cosas muy raro. Si soltara en casa: “¡Qué ganas de comer un huevo frito!, voy a poner la sartén en calor”, habría risas y preguntarían que cuántos vermús. ¿Por qué pasaría esto en ambos casos? Sencillamente porque lo digo sin poder digno de mención y por lo tanto sin micrófono que lo amplifique. Así de simple. Aquí a poco que te destaques del resto puedes poner en valor cualquier cosa y nadie chista.

La expresión, que llegó como pura I+D+i léxica, es como esas semillas de especies modificadas en laboratorio que dan rango y lustre a quien las usa -más que todo por la novedad de la marca del saco- y que a la larga acaban con la diversidad preexistente y adaptada a cada contexto. Donde se pone en valor ya ni se destaca ni se promueve ni se publicita ni se alaba. Planicie total.

Lo hemos oído cuando se ha restaurado un monumento, se han querido vender productos de la huerta, se esperaba lleno en las fiestas patronales o se ha repintado un corral. Caigo en lo pecuario porque el conceptillo puesta en valor, que al igual que el anterior ha prosperado, me lleva a pensar en heroicas gallinas que en circunstancias difíciles y con riesgo de su vida siguen poniendo huevos. Y eso es peor que darse un golpe.

De las mejoras que espero tras las elecciones la del lenguaje no es la menor. ¿Desesperanzada? Quién sabe.