Llevo días dándole vueltas a la propuesta de Albert Rivera. Legalizar la prostitución supondría unos ingresos en torno a los 6.000 millones de euros anuales. Está claro que el interés es puramente recaudatorio, pero el debate interesa otros espacios. Entre el abolicionismo, que abandera la afirmación de la desigualdad radical del acuerdo entre prostituta y cliente, y por lo tanto define la relación como de explotación, y el reglamentarismo, basado en la idea de libertad contractual de las partes, que enmarca el trato en un marco laboral convencional, la realidad no se adecúa a las verdades absolutas y las posiciones rígidas. En primer lugar, parece ser que las cifras no son tan evidentes. Se afirma que el 85% de las prostitutas ejercen su trabajo de forma forzosa. (¿Trabajan de forma forzosa las personas que aceptan empleos precarios? Forzosa, palabra equívoca por ambivalente.) Muchas de las y los profesionales que han estudiado el sector y que conocen a sus protagonistas no están de acuerdo con estos números y reconociendo la existencia de mafias y de trata, entienden fundamentalmente el acceso a la prostitución como estrategia de supervivencia personal y familiar, una elección entre las pocas disponibles para muchas mujeres, en nuestro entorno la mayoría inmigrantes. Lúcida y paradójicamente señala Dolores Juliano: “Uno de los caminos para ser mala mujer es, precisamente, querer ser buena madre”. Frente a la postura abolicionista, muchas mujeres dicen ejercer la prostitución libremente. Porque quieren y por razones diversas, desde los horarios a la retribución. Frente a la línea reglamentarista, ¿es adecuado considerar trabajo a una actividad sistemáticamente ocultada y generadora de exclusión? ¿Para qué se prostituyen las prostitutas? ¿Para qué utilizan sus servicios sus clientes? ¿Qué revelarían las respuestas?
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