Leí hace poco una reseña sobre el estudio titulado Bulimia de objetos, una reflexión de la francesa Valérie Guillard, profesora de la Universidad Paris-Dauphine. Aunque se centra en el coleccionismo, la idea es amplia y estimulante, capaz de conducir la cabeza por otros derroteros incluso divergentes. Nunca he coleccionado nada, pero acumulo, en primera instancia, por los aprensivos porsiacasos y otras veces de forma inconsciente. A pesar de que cada cierto tiempo hago limpia, hay perfectas inutilidades que se atrincheran, alguna incluso se conoce el camino del armario a la bolsa y de la bolsa al armario de memoria. Van ganando batallas pulseritas de cuentas, recortes de periódico, cajas vacías, retales, libros que no leeré. ¿Si los tiro perderé el hilo que armaba una biografía? ¿Palidecerán los afectos, los paisajes de fondo se volverán desvaídos y las emociones más atemperadas? ¿Será menos explosivo el eco de las risas, recordaré más tibios los abrazos, los llantos sofocados? Las preguntas definitivas, que se responden solas por su ridícula claridad son dos: ¿me perderé si prescindo de ese arsenal?, ¿desprenderme de esto o aquello rompe la conexión con quién lo regaló? Por ahí va una de las vías abiertas.

Otra tiene que ver con el cansancio visual y va alcanzando la consideración de síndrome. Apareció hace tiempo, con la apertura de las primeras grandes superficies. En cada visita, a los diez minutos, estaba mareada, desorientada, con un galopante desinterés por completar la compra y un mal humor expansivo y pejiguero. El abastecimiento requiere acción, pero mi fatiga visual tiene otra variante más pasiva y reciente: los suplementos ilustrados, los catálogos y las listas de productos que antes me producían un placer divagador y colorista ahora me resultan fastidiosos. No sé si vamos a mejor.