Son años sintiéndolo y seguro que lo he comentado en cada reedición de lo que los cursis llaman la fiesta de la democracia. Yo, la verdad, hace mucho que la celebro como quien se acuesta sin amor y sin ganas. ¿Y para qué se acuesta usted entonces? Vamos a ver, es que igual pasa algo y me lo pierdo o lo mismo si no participo luego me queda mala conciencia, puro escrúpulo. Así es, porque paso de dejarme comer la oreja y la parafernalia externa y preliminar me deja fría. No me pone nada. No me digan que no es triste que una vaya a las urnas con esta apatía, arrastrando el cuerpo a la que coge el pan. Solo una luz brilla al final de la jornada: la merienda, el recuento y la emoción, porque hacemos una porra y esta vez está dificililla.

No es que no tenga esperanza, pero como es lo último que se pierde espero que aguante cuatro años más. Más triste que esto, ya no sé que puedo contarles. Mi otro yo dice que hay gente que en unas proporciones aceptables aúna espíritu de servicio público, finura social, capacidad de trabajo, voluntad de consenso, integridad y una relativa independencia de la estructura partidaria que le permite pensar y cuestionarse. Este mi otro yo tiene un punto canelo y feliciano y lleva días canturreando Habla, pueblo, habla y va y se anima el tonto de él.

Entonces el yo abúlico le pregunta: ¿Pero es que no has tenido bastante, ababol? Y ahí, se calla. Era apenas un adolescente cuando llegó la democracia y el cielo parecía despejado y accesible y se quedó algo en las nubes. Puede que sea hasta mejor.