La verbena que no cesa
Los populares salen a la calle a darse un baño de multitudes y se asombran de que les llaman ladrones, y más cosas. ¿Qué se esperaban, que les aplaudieran? Pero no, se amostazan, se ponen dignos, quieren y exigen el aplauso, la sonrisa, el abrazo del parado, del desahuciado, del pobre, del desasistido, del abusado, incluso el del suicida al que no nombran jamás. De tanto ocultar los datos reales de las víctimas de su mal gobierno, creen que no existen o que dejaron de existir. Confunden sus patrañas con la realidad. Los trileros piden juego limpio, pero saben que si no fueran rodeados de matones los lincharían. Sin matones no son nada. País airado este que se contenta con acudir a las urnas y demostrar con ello un civismo del que sus gobernantes se aprovechan con descaro. País atemorizado por el inusitado poder de sus matones, que se acoge a una legalidad dudosa y se queda mudo y perplejo ante la descarada utilización ideológica de las leyes represivas que lo acogotan.
El reciclaje social de alguien que maltrata al prójimo por gusto y por dinero me temo que es imposible. Dejando a un lado que la matonería es un negocio fabuloso que bajo su mandato y a sus órdenes ha alcanzado proporciones de esa industria de la que carecemos o de esos latifundios asociales de los que andamos sobrados. Que le pregunten esto último al SAT cuyo drama social está tan en la sombra como el de los suicidas: acumulan decenas de millones de euros en multas y tantos años de cárcel como en la mejor época del aparato judicial franquista.
Con todo, más peligrosos me parecen los votantes entusiastas de los ladrones y los desalmados, que estos mismos. Es imposible ignorar el alcance y volumen de lo defraudado en este país al amparo del Partido Popular o por los miembros de ese partido ya encausados o por encausar. No, claro que no todos son así, pero son muchos, son demasiados para ignorar que ese partido está fundado en el fraude más absoluto desde sus comienzos. Son miles los implicados en fraudes de mayor o menor cuantía, y las revelaciones acerca de su financiación resultan ineludibles salvo que se ejerza una complicidad activa. Se vota el fraude manifiesto, la continuidad de este como si el saqueo de las instituciones o el convertir estas en un negocio privado fuera un derecho inalienable, irrenunciable, exclusivo de una casta patricia o vencedora, o que como tal actúa por derecho divino. Es probable que nos encontremos ante el peor Gobierno de la historia reciente de este país y que este sea un tiempo miserable, pero lo cierto es que ahora mismo solo las urnas pueden impedir que esta situación se eternice y pase de ser un régimen político nefasto a un Orden Nuevo.
Incapaces de crear verdaderos puestos de trabajo los protagonistas del saqueo o sus cómplices y encubridores buscan el aplauso y el voto castizo de la beatería supersticiosa al arrimo de romerías populares. Se vota al amo del cortijo porque este se muestra campechano y tal vez “dé de merendar” o nos pone la mano encima del lomo: milana, bonita, para siempre, sin remedio. Quienes estos días se presentan en los tablados como campeones de la honestidad han demostrado no saber hacer otra cosa que saquear, destruir, derribar, empobrecer, apalear, reprimir, amedrentar... y ahora recurren a los santos, las reliquias para que creen puestos de trabajo, a ellos se dirigen con unción buscando el aplauso y el voto de los forofos que, convenientemente disfrazados, participan en la mojiganga de turno: Sevilla, Madrid, Valencia, Pamplona, poco importa, devociones sobran y tradiciones populares a las que sacarles réditos políticos, más. Que no cese la mojiganga milagrera, ni la charanga ni la pandereta, que corra la sangre del toro, racial y patriótica, aunque los santos, a los que de manera teatral se dirigen en busca de favores, se muestran más que reacios a conceder aquello que se les pide. ¿De verdad que estamos en Europa? ¿En qué Europa? ¿En qué siglo?