Tienen mala prensa, muchos oyen “modificaciones genéticas” y piensan que eso nos va a matar, que una conspiración de multinacionales que solo buscan el lucro va a conseguir nuestra extinción usando un poder que no nos fue dado: el de alterar la vida contra natura. Lo cierto es que hemos venido haciéndolo desde hace miles de años y gracias a ello hemos podido mejorar. Ahora la ciencia nos ha permitido descubrir herramientas que ayudan a hacer las cosas menos al azar, menos inconscientemente. Frente a la idea popular de que “los científicos” son irresponsables locos como Frankenstein, el doctor Moreau, Rotwang el genio loco de Metrópolis o el doctor Strangelove de Kubrick, nunca en la historia humana hemos estado más protegidos, con más posibilidades de sobrevivir a la cruel naturaleza.
Gracias a la transgenia los diabéticos tienen insulina más segura; muchos otros medicamentos se sintetizan por bacterias y hongos transgénicos. Ahora unos mosquitos transgénicos están paliando en Brasil la infección por el virus zika y el del dengue, enfermedades sin cura aún: prefieren sobrevivir a las sospechas fundamentalistas de los antitransgénicos. En Asia prefieren un arroz transgénico dorado que aporta vitamina A y evita malformaciones infantiles (ojo, de patente abierta, no un montaje de las multinacionales). Otros prefieren cosechas agrícolas más abundantes gracias a las modificaciones transgénicas, que usan menos pesticidas y que, como se ha comprobado, no alteran ni el ecosistema ni constituyen una bomba biológica que nos barrerá del planeta. En contra persiste un discurso místico e ideológico, que no ayuda a la resolución de los problemas reales, que solamente es salmodia para pijos del mundo rico; el mismo que, sin transgénicos pero con otras armas, condena al resto del mundo a la pobreza, la escasez y la muerte.