Cuenta un estudio de esos (de la Universidad de Massachusetts) que más de la mitad de los adultos es incapaz de mantener una conversación de 10 minutos sin mentir al menos una vez, aunque el promedio era de 2 ó 3 mentiras en ese breve lapso de tiempo. Sin embargo, la gente no reconoce que miente. O se perdona cuando lo hace justificándolo de alguna manera, de cualquier manera. Mis mentiras son menos inmorales que las de los demás, algo que hemos aprendido socialmente, igual que nuestros pedos nos huelen mejor que los ajenos. Es el mismo gas apestoso, pero es nuestro gas. Pues lo mismo. Curiosamente, el engaño y la mentira son también perdonados dentro de un colectivo social cuando esas actividades se perciben como hechas por el bien del grupo. Aunque no lo sea. Por ejemplo en el Partido Popular perdonan las corrupciones y mentiras de sus dirigentes porque, como afirmó el presidente Roosevelt de Anastasio Somoza “puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” (¿recuerdan que por aquí luego lo usaron los socialistas cuando todo olía tan a podrido?). Pues lo mismo, los hijos de puta populares que han robado son los suyos, no los otros, los del enemigo, a quienes no se perdona ni un tuit ni un cartel de titiritero.
Y no consuela saber, como me dijeron en casa tantas veces, que antes se coge al mentiroso que al cojo. Nos lo han inculcado, como muchas otras mentiras, porque el miedo es un cemento social, mantiene la cohesión: tenle miedo a mentir, que te pillan. Y no lo dudes, a ti te pillan, y pagas. A los otros, ay, ese es el quid de la impunidad. Porque al cojo puede perseguirle un paralítico y tardar mucho tiempo y porque siempre hay mecanismos mediante los cuales engrasas el sistema y te crean una doctrina Botín para que todo entre y salga sin rozaduras. Ser antisistema es lo arriesgado, claro.