La semana pasada un programa informático aprendió a ganarle al go a cualquier humano. Y el mejor de los jugadores vivos de go consiguió arañarle una victoria en la serie sólo cuando jugó como una máquina. A partir de ahora esos programas serán los mejores maestros del camino del go, una de las cuatro artes del más excelso saber en la antigua China, junto con la caligrafía, la pintura y tañer el guqin. Un sucesor del sistema que hace 20 años ganó al ajedrez a Kasparov maneja de forma tan erudita la literatura que resulta ser el médico más inteligente del mundo. No puede operar utilizando los mismos elementos robotizados y artificiales que usan actualmente los médicos humanos pueden usar porque no tiene hecha la carrera. Algo que pasará posiblemente dentro de poco. Y al fin y al cabo tener la carrera y estar colegiado no es sinónimo de valía, miren la homeopatía y demás pseudomedicinas. En la escala más cercana, el control de redes como las bancarias o las del tráfico aéreo y tantos otros sistemas complejos funciona porque afortunadamente las máquinas lo aseguran con la precisión necesaria. Por supuesto el factor humano es importante, nadie lo niega, pero no seríamos capaces ahora de hacerlo sin los ordenadores. En nuestro móvil, pequeños monstruos inteligentes, reconocen nuestros deseos, incluso los más absurdos, con una paciencia que ninguna madre ha tenido jamás. Y no sé si todo esto es bueno, pero sí que está ahí, y que es insoslayable. Aunque afirmemos que es demagógico plantear si todo este progreso no debería enfocarse de otra manera, porque parece que sirve más bien para perpetuar un mundo injusto y su poderosa élite, entre el programa que gana al go y los niños ahogados en el Egeo hay una conexión donde nuestras máquinas aún no pueden hacer nada si nosotros, los humanos, no nos ponemos a ello.
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