Europa ya tiene operativos sus campos de detención para expulsar masivamente a quienes le apetezca. Parte de este comienzo o continuación de genocidio (tardaremos un año en leerlo, pero lo leeremos: genocidio, como ha pasado antes en Serbia, en Ruanda, en tantos otros sitios...) está siendo externalizado pagando a un país al que Europa ha declarado amigo para esta limpieza. Todo constituye una clara violación de los derechos fundamentales (por más que en la forma le puedan dar mil vueltas y sus asesores judiciales consigan torcer las voluntades para salir impunes, tampoco es algo nuevo) pero lo más terrorífico es que es percibido por los ciudadanos que componen los países de la Unión como algo que... nos preocupa. ¿Preocupación? Es terrible: simplemente muestra cómo se nos ha imbuido la percepción de que en el fondo no somos responsables de lo que nuestros gobernantes hacen, que el ciudadano puede alegar preocupación y luego acogerse a una especie de amnistía por obediencia debida.

Recientemente Emilie Caspar y colaboradores han publicado una serie de experimentos en los que a unos voluntarios se les ordenaba realizar una serie de acciones que causaban daño a otras personas, comprobando (la idea de analizar cómo nos sometemos a la coerción comenzó con Stanley Milgram en 1963, tras los juicios de Nuremberg a los nazis) que no solamente la gente delega responsabilidad al ser ordenado a hacer (o dejar hacer) algo malo, sino que de hecho nuestra percepción queda distorsionada y minimizamos el daño o la injusticia. Alegar obediencia debida o déficit cognitivo no ayuda, pero nos exonera de culpa. Asqueroso. Eso es la Europa que tenemos hoy, la insolidaria y genocida, y quitar la bandera es un gesto que se queda corto: habrá que derribar este nazismo creciente, antes de que sea demasiado tarde.