Mañana visita el Planetario un cosmonauta que ha acumulado más de 500 días en esa Estación Espacial que vemos a menudo cruzando la noche, el tercer objeto más brillante del firmamento tras el Sol y la Luna. Desde hace más de 15 años hay presencia humana allí arriba, aunque por aquí abajo no nos demos cuenta. Les evito la monserga de la cantidad de cosas que tenemos que han nacido de los viajes espaciales, eviten el lloriqueo de mira qué gasto en lo espacial y la gente pasando hambre. No me hace falta, basta con ver lo de Panamá para entender que el flujo del dinero en la Tierra y de las prioridades no tiene en el espacio al principal culpable. Muchos de ustedes, como yo, son hijos de esta Era Espacial.

Fue hace 65 años, el 12 de abril de 1961, cuando Yuri Gagarin subió en la Vostok-1 al espacio, el primer humano en pasear más allá de la atmósfera, en sentir lo que sucede cuando salimos del planeta al que pertenecemos. Yo nací un año después, así que soy nativo de esa generación. Conocimos la épica de aquella carrera espacial en la que los de la NASA iban a la Luna y por aquí Tony Leblanc lo convertía en sainete. Pero estaban los chicles aquellos de regaliz, Cosmos, en cuyo envoltorio aparecían las maravillas de los cohetes soviéticos (que no existían en la prensa ni en la tele franquista). En honor a la verdad, eran casi incomestibles, una bola que podía fácilmente atorarse en la garganta, y en aquella época lo de la maniobra de Heimlich no entraba en el temario, los ángelus, el catecismo de memoria y tener el profe de gimnasia de la Falange sí. Y todos queríamos ser astronautas, pero ese fue otro sueño perdido, ni siquiera creo que llegue a ver la llegada del primer humano a Marte. Y sin embargo, cuando puedo, miro al cielo y veo a esos viajeros, como Oleg Kótov, a quien conoceré mañana.