mañana es el aniversario de ese accidente nuclear. Cientos de miles de personas de los alrededores de la planta tuvieron que ser evacuadas; hubo decenas de muertos, miles de heridos, importante contaminación, enfermos... aún hoy una zona de 30 km en torno a la central está limitada para los humanos: la “zona de alienación” sigue siendo un lugar excluído, aunque sabemos desde hace años que la naturaleza ha recalificado esa región donde el hombre ya no podrá entrar en unos miles de años convirtiéndola en un paraje sorprendentemente fértil. Y es que Natura tiene su ritmo, como el bosque que invade lo que fue la ciudad de Prípiat, la más cercana al accidente. Esa región ucraniana vive ahora de la descontaminación y del control de los restos de la central, donde se fundió el núcleo. Leo estos días datos espeluznantes en los especiales con que los medios recuerdan ese perdido momento que afortunadamente no sería fácil que volviera a darse (pero desengañémonos, se producirán otros de otro tipo: las lecciones se aprenden a base de errores, pero la codicia y el error nos acompaña siempre).

Es cierto que Chernóbil no supuso el fin de la civilización en un holocausto nuclear que vaticinan los exageradores profesionales. Pero también es cierto que la energía nuclear quedó tocada de sospecha, la propia expansión tecnológica de la “sociedad del riesgo” (Beck) quedó marcada como una actividad que necesita más controles y más reflexiones. Hace seis años, Fukushima, con el efecto acumulado de la mala suerte y la catástrofe natural, mostró que incluso cuando se tienen controles la bestia nuclear puede dar coletazos. Y mejor no recordemos que las armas nucleares de los países que juegan a ser destructores de mundos (Oppenheimer) son todavía más letales y tienen menos control. ¿Nuclear? No, gracias.