leía ayer en la prensa digital estatal que el éxito de Feijóo en Galicia no se puede explicar sin su empeño en abandonar los aires de pijo vigués con los que entró en política, ni sin su maniobra de camuflar las siglas del PP en la última campaña electoral. El anuncio del feliz embarazo de su pareja también parece que ha contribuido a su victoria. Mientras, otros cronistas de la capital se asombraban ayer de que alguien tan escaso de carisma como Urkullu consiguiera los resultados del domingo en Euskadi. Beranduegi, la página de humor del semanario Argia tituló una vez: Urkulluk baditu mila aurpegi (“Urkullu tiene mil caras”). Al lado, la imagen del lehendakari, en su típica pose hierática, repetida seis veces idénticas cada una con un pie de foto diferente: Normal, Pozarren, Nekatuta, Haserre, Kezkatuta, Hausnarrean (normal, contento, cansado, enfadado, preocupado, pensativo). Sí, Urkullu es soso. Ni tan siquiera parece que haya dejado últimamente preñada a nadie, al menos que se sepa. No es lo único que le diferencia de Feijóo. Desconoce lo que es al travestismo personal y se presenta siempre a la sombra de su partido, el PNV. Es difícil sacarle una declaración para un titular de primera página. Su discreción y una sobriedad que linda con el calvinismo son marcas de la casa alejadas del vedetismo político. Al nacionalismo vasco tradicional se le pueden reprochar muchas cosas, pero ha acertado en su empeño por intentar conseguir el máximo bienestar para el máximo de personas en un marco de máxima autonomía. A Urkullu nadie lo imagina conquistando el cielo, pero se le ve creíble cuando habla de trabajar por conseguir una comunidad más justa y en la que la identidad euskaldun deje de correr peligro. Al menos, la mayoría de los vascos occidentales se lo creen. Mi camioneta tampoco tiene glamour, pero tira por las pistas que da gusto.
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