Es un derecho demasiado a menudo olvidado o postergado por las administraciones: el acceso a la cultura. ¿Recuerdan aquella tanda de Les Luthiers donde presentaban un espacio cultural a la hora habitual de las tres de la mañana? En la tele, desde luego, la cosa sigue igual, pero quiero pensar en que ahora hay más actividades que llegan a barrios, a espacios variados, con diferentes voces, abarcando temas más comprometidos y más jugosos. Las administraciones entienden que deben ejercer una difusión cultural abierta, incluso crítica con el poder. Lo comercial, lo que tiene éxito de masas, lo que nos llega queramos o no por las vías de comunicación, está ahí. Y el papel de la gestión cultural es aportar además otras cosas que, con menos éxito a veces, son más necesarias. Hace falta pues criterio.
Criterio, por ejemplo, para no colar en la oferta la propaganda interesada, ni menos aquello que ni siquiera tiene la respetabilidad mínima que exige una labor honrada y sometida al escrutinio de la verdad. Por ejemplo, entendemos que no debe ser cedido el espacio cultural a los cantamañanas que venden mentiras. No solo a aquellos que intentan atentar contra los derechos y libertades, sino a aquellos que de forma más genérica intentan acabar con el estado de bienestar. Al lado de casa, en los depósitos de Mendillorri montaron un sarao para promocionar una mística de moda, el mindfulness, que en lo que pretende tener de nuevo es mentira y en lo que tiene de antiguo ya aburre lo de que meditar es guay. La semana que viene venderán reiki, que es un invento de charlatanes para tratar imaginariamente a enfermos con técnicas pretendidamente antiguas y orientales. Sin curar nada y perdiendo un tiempo útil para una acción médica. Todo al amparo de la Mancomunidad; un dispendio, una vergüenza. Eso no es cultura; es culturismo.