El 10 de octubre de 1967, hace por lo tanto 49 añitos o añazos según se mire, las potencias espaciales de la época, en plena carrera espacial y en lo más intenso de la guerra fría (incluyendo el estado de equilibrio basado en la Destrucción Mutua Asegurada que facilitaba un arsenal nuclear sobredimensionado) firmaron el rimbombante Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes. Me encanta transcribir su título al completo, con toda su tan pomposa como inútil retórica, porque es hijo de su época y ejemplo de ese ánimo globalizador que entonces, ahora lo sabemos, era un puro juego de niños comparado con la absoluta degradación moral de la cosa que sufrimos en este comienzo de milenio.
En cualquier caso era una buena idea pensar que ahí afuera no íbamos a hacer lo mismo que aquí. Y mientras lo de ir a ocupar la Luna o Marte quedaba en el ámbito de la ciencia ficción, la necesidad de plantar banderas o establecer soberanías quedaba en el ámbito de los deseos. Lo que pasa es que dos años del tratado de marras, el Apolo XI se posó en la Luna y lo primero que hicieron los yankies fue poner una bandera de aluminio arrugado para por si acaso que quedara constancia. Y por si caso también, en cuanto se ha visto que quizá empresas privadas estadounidenses podrían decidir ir a nuestro satélite u otros lugares del Sistema Solar a montar una startup de esas, su administración les ha abierto el camino para poder, llegado el caso, mandar a la mierda el tratado y a las Naciones Unidas y sacar pasta del tema. Que es, no cabe duda, un motor más poderoso que el de explorar el Universo y más allá por amor al espíritu de conquista de los humanos. La pela, dicen, es la pela. Feliz tratado, oigan.