Iba en la villavesa y al pasar por la Plaza de Toros vi que ya estaba puesta la feria de navidad. Un padre paseaba un niño en silleta mientras el mayor se quedaba rezagado. Cuando tienes críos pequeños vas a esos sitios, pensé. ¿Qué habrá ahora en los puestos? ¿Qué querrán todos los críos de cuatro años?, ¿y las cuadrillas de adolescentes ruidosas? Me pregunto cuántos angelitos para colgar hay en el mundo, cuántas figuras de belén, cuántas bolas.

En realidad, me pregunto de forma recurrente, siempre como si fuera la primera vez, parece algo infantil, cuántos objetos hay en el mundo y no soy capaz de adelantar el número de cifras que lo expresan y quedan cortas antes de ser pronunciadas. Mucho menos dar con el porcentaje de utilidad de todo lo fabricado. A veces me basta con situarme frente a un escaparate e intentar identificar lo que hay. No hace falta elegir comercios muy especializados, basta con ferreterías o tiendas de menaje, donde se supone que cada pieza ha sido diseñada para un propósito, que resuelve un problema o facilita una tarea. Hay una gran cantidad de objetos de los que desconozco nombre y función. No deja de ser una especie de analfabetismo. Las personas pertenecemos a diferentes culturas materiales. El mundo es abundante y mi conocimiento escaso. Cocino con unas magníficas cacerolas que superan los cuarenta años, que tuvieron otras dueñas y pueden durar varias veces ese tiempo y por lo tanto, pasar a otras manos sin alterar su calidad y prestaciones. Las cocinas son un espacio interesante para clasificar el uso de las tecnologías. Digitales o tardoneolíticas, unas parecen quirófanos y otras cuartos de alquimista. Bueno, que se me va la olla.