El jueves pasado por la tarde, un poco antes de las siete, pasaba junto al puente del Vergel. Había un grupo de personas. Pensé en Blanca Marqués. Minutos más tarde un guasap confirmaba que los bomberos habían encontrado su cuerpo. Será difícil no pensar en ella al pasar por ahí, de la misma forma que la memoria de Alicia Arístregui permanece junto a la parada de villavesa donde fue asesinada.

Me cuesta formular exactamente lo que quiero decir. Escribir es una forma de hacerlo. En ese qué quiero decir están presentes la voluntaria dosificación de lo que pienso y lo nebuloso de una sensación. Quisiera compartir con ustedes una reflexión a medio hacer. Estos días, y sin conocer personalmente a Blanca o a su asesino, he recibido de manera informal una cantidad relevante de información, la que circulaba por las redes y la espontánea del tú a tú. De cualquiera de los dos, me encontraba a una o dos personas de distancia, no es extraño en este lugar pequeño en que vivimos.

Y de alguna forma que no consigo nombrar, por eso se lo cuento, la mayor parte de la información me resultaba incómoda. ¿Por revelar la crudeza de los hechos? No. Me ha faltado, creo, una especie de código deontológico de respeto de la intimidad. Saber no entrar. Creo identificar que lo que me revolvía es la desproporción entre la magnitud de un asesinato (que se repite en diferentes lugares y diferentes contextos) y la indagación de datos personales e indicios previos, de la labor de rastreo propia de detectives aficionados que realizamos a veces y que, personalmente, creo que desdibuja y resta capacidad de comprensión del fenómeno y por lo tanto, de resistencia y solución. No sé si me explico.