Quejábase hace tiempo un concejal de que hacer un jardín que representa nuestra Galaxia a escala era algo risible, ni siquiera original. Quizá en el fondo lo que le preocupaba era una cuestión de escala. ¿En qué quedamos cuando nos comparamos con algo realmente grande? La Vía Láctea lo es, más de cien mil años tarda la luz en ir de un extremo al otro; el centro, donde está ese agujero negro que suele ser metáfora de dispendios y corrupciones de las que harto conocemos por estas tierras, nos queda tan lejos que incluso viajando a esa inalcanzable velocidad de la luz nos llevaría decenas de miles de años; el número de estrellas que acompañan a con nuestro Sol es tal que ni siquiera el rescate bancario más vergonzante de nuestro país alcanza su cifra, trescientos mil millones de ellas. Y ahora vamos a plantar un jardín a escala, donde cada metro serán más de tres mil años luz, donde nuestro sistema solar cabe dentro de una de las células de una sola de las hojas de uno solo de los más de doscientos arbustos que la compondrán cuando acabe de instalarse. Hasta un concejal podría compararlo con un juguete de la señorita Pepis.

Pero erraría: en la escala en que suelo mirar el Universo, ver el otro día la emoción de los chavales de una asociación de nuestra ciudad cuando plantaban un arbolito ayudados por el personal de jardines del ayuntamiento representa mucho más, es la apuesta por la ciencia y el futuro de nuestra especie. Si el jardín de la galaxia que copiamos de Hawái y convertimos en un proyecto tan pamplonés como único permite hacer soñar a la gente, si esas rosas de Siria o nebulosas del cielo nos hacen recordar que hay otros sitios donde la gente sufre sin razón, bien habrá estado hacerlo. Y bien orgulloso me encontrarán siempre de poder participar en esta historia.