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Transfóbicos

A mí me encanta que podamos ver por la calle penes y vulvas, aunque solo sea en dibujitos. Contribuiría a la normalización del sexo y a simplificar el complejo que nuestra sociedad tiene ante la exposición del cuerpo humano. Tanto tiempo escondiendo la carne tiene sus consecuencias, como esa normativa de Pamplona que en aras de un pretendido civismo impide el nudismo urbano, heredera de tiempos fachosos que ahí seguirá, me temo. Pero cuando de repente penes y vulvas se quieren convertir en biología diferenciadora, en separación y odio al diferente, entristece y preocupa. Y es que tanto tiempo marcando diferencias y distancias entre niños y niñas tiene también sus consecuencias. Quizá por eso los ultras católicos se vieron tan agredidos (ellos y sus mujeres que, sin duda, dejan la opinión y la fuerza a sus maridos, ellas al cuidado antropológico de la camada y la casa) por la acción de Chrysallis reclamando un espacio para niñas y niños libre de marchamos que, y esto sí está avalado por la ciencia y los hechos, no como las astracanadas de los sectarios esos del autobús, convierten la vida de las y los transexuales en un infierno desde la más tierna infancia. Es curioso: frente a una propuesta que mira a las familias, que pretende dar apoyo a quienes se enfrentan a algo para lo que la sociedad no nos ha preparado, donde se promueve la comprensión y el apoyo, la campaña que incita al odio y al castigo, a la castración en defintiva, es decir, la manera en que han solido gestionar las cuestiones de género y de sexo. Y ahí tienen su ciencia: un cóctel de ignorancia y mala fe que obra milagros entre sus fieles y que señala acusadora a inocentes. La biología es otra cosa y los derechos humanos otra también diferente. Se les puede parar, con penes y vulvas, pero sobre todo con cerebro y corazón por así decirlo.