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Día a día

Todos los días tengo que borrar a mano decenas de correos que han conseguido burlar las estrategias que usa el autómata del proveedor de correo para limpiar la basura (spam), mientras recuperas mensajes que se suprimieron por exceso de celo. Y a eso unes borrar las cadenas de correo que ahora se han pasado al whatsapp con anuncios falsos o antiguos (a veces falsos y antiguos). Cada vez que venzo el creciente recelo que siento al entrar en Facebook me encuentro con una decena de solicitudes de amistad de adolescentes sonrientes que por supuesto ocultan otros fines. Y siempre compruebo que esas jovencitas tienen ya amigos comunes conmigo: la gente opta por aceptar ese tipo de publicidad no deseada como un mal menor (me cuesta pensar que lo hacen deliberadamente y con deseo, carnal o no). Twitter últimamente nos regala día sí día no con cambios no solicitados que convierten una tarea sencilla en algo más laborioso o te muestran promociones o historias de gente o empresas a las que, de verdad, ni siguen ni tienes interés en conocer. Pero pagan, con lo que, como en cualquier otra de las redes sociales, sea para poner las fotos o para soportar a pedantes que se creen algo importante (hablo de Instagram y de Linkedin respectivamente), se cuelan en el flujo informativo que uno va creando en la navegación. Unamos a todo esto el cebo de clicks (clickbait) que uno se encuentra en todo tipo de páginas para que pasemos a ver contenidos publicitarios o a las innovadoras trampas de ingeniería social de los que quieren sacarnos la información y los cuartos (phishing). Al cabo del día, ¿cuánto tiempo ha perdido uno en toda esta guerra perdida de antemano? Bastante más del que debería y voy acercándome al 10%. Y es que el día a día de lo digital está lleno de basura. Demasiada. Como nuestra sociedad analógica, ay.