Pongamos el mejor de los casos. La cena está estupenda o no, buen ambiente o no y se bebe y/o se consume. ¿Cuánto? Como siempre. Al acabar, nadie se tambalea o sí, ni dice tonterías o no ha dejado de decirlas. Cada mochuelo a su olivo. Diez minutos más tarde un coche acaba en una cuneta. Solo el susto o un moratón o un par de puntos. O alguien se da cuenta de que se ha saltado un semáforo en rojo después de haberlo hecho. O escucha el exabrupto de quien ha estado a punto de atropellar o el bocinazo desde otro vehículo.

¿Y si en vez de dos puntos hubieran sido heridas graves o peor, si alguien cruzaba confiando en el hombrecillo verde del otro lado, si el atropello o la colisión se hubieran consumado? Visto y no visto y algo ha salido mal.

Si ya es arduo para muchas personas que conducían sobrias hacer cuadrar la definición de accidente: suceso eventual o acción de la que resulta daño involuntario para las personas o las cosas con la certeza íntima de inocencia, de haber puesto toda la atención, todos los sentidos, toda la prudencia, ¿cómo lo será para quien no tiene más remedio que reconocer que al volante se había convertido en un artefacto abandonado a las leyes de la cinética, que ni comprenden ni hacen excepciones? ¿Cómo armonizar involuntario con la creación voluntaria de condiciones incapacitantes?

Estos días se acumulan los atropellos. Sales a dar un paseo en bici porque hace un día de los que hay que disfrutar y no vuelves. Se despide a un niño antes de que se suba a un coche y al poco se le despide para siempre. Es tal la desproporción, la magnitud, que solo contemplarlas da vértigo.