Desde el miércoles un agente de la Policía Municipal de Pamplona tamborilea con los dedos de una mano sobre el mostrador de atención al público mientras con la otra se rasca la barba que le crece a ritmo endemoniado por falta de sueño.
El día anterior alguien que paseaba por la Rotxapea vio algo que aleteaba al relente de la mañana. Dobló el espinazo y como premio al esfuerzo, se encontró con una cartera rebosante de billetes mirándole. Seductora. Las diez menos cuarto. Justo a tiempo de coger el autobús de la línea 6 que le dejaría en Paulino Caballero, tan cerca de esa joyería que daba miedo pensarlo. No lo pensó, corrió al bus, subió la cuesta de Labrit con las pulsaciones desbocadas y a las 10.05 estaba fundiendo con los ojos el reloj. Tag Heuer Aquaracer Calibre 5. Dios estaba ahí. Y costaba 2.150 euros. Entró convencido de que el dependiente notaría los golpes de su corazón contra las costillas, las vibraciones se estarían transmitiendo al suelo y trepando por sus tobillos y sus muslos. Salió con el reloj en la muñeca y una sensación de irrealidad cegadora. Aún así encontró el camino a la sastrería. Saboreó el tacto del metro sobre su pecho, hombros y espalda, la medida del tiro, el “usted carga a la izquierda, ¿verdad, caballero?”, el dejar pagado un adelanto de los 1.400, o mejor, todo, y el brillo de tijera pulida en los ojos del sastre. Se había convertido en quien quería ser. Sólo hay una cosa cierta en toda esta historia, y es la que mantiene inquieto a nuestro agente. Alguien encontró dinero en la Rotxa hace unos días. Y lo dejó en su comisaría. Propongo que esa persona deje de ser anónima y, por pura conducta ejemplar, lance el txupinazo estos Sanfermines.