juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierta en el momento, pero no importa. Así comienza Julian Barnes su libro Niveles de vida. Junto orgullo gay y encierro. ¿Para que el mundo cambie? Para buscar siete semejanzas.

Vamos con ellas. Una, ambos son hechos festivos. Dos, son dos citas ya inamovibles, su lugar en el calendario fija o desplaza planes, vacaciones, compromisos. Tres, concitan un interés masivo, son caramelos mediáticos. Cuatro, en lo concerniente al espectáculo, lo que se ve, desde fuera, son cuerpos que se exhiben de manera diferente a la cotidiana, bien realizando un sobreesfuerzo físico, bien performándose y en ello encuentran y transmiten un sentido mayor. Cinco, comparten un sustrato de consideraciones antropológicas, culturales y políticas, una referencia a los valores en sus planteamientos y defensas aún cuando varíen en cada caso: valentía, afirmación, identidad, tradición, potencia, desafío, legitimidad... bueno, visto así, comparten unos cuantos valores. Seis, se han revelado como excelente oportunidad de negocio y eso santifica cualquier fiesta. Siete, los poderes democráticos los apoyan y publicitan positivamente o, en negativo, a ver quién es el guapo que pone un pero, los análisis críticos quedan en los márgenes, y se utilizan fondos y recursos públicos para activar protocolos de seguridad y atención durante su transcurso.

Se me queda corto el siete. Hay una octava semejanza. La aplastante masculinidad de ambos eventos, los protagonistas son hombres. Cuando hablamos, y lo hacemos, de fiestas igualitarias no deberíamos obviar cuestiones como esta. Ahora no parafraseo a Barnes sino a Ciro Alegría para decirles que muchas veces el mundo me parece ancho y ajeno y resistente a cambiar. Lo que no quita para que les desee un buen verano.