En fin
Estaba pensando en ese chico inglés que el otro día fue al trabajo con pantalones cortos y le dijeron que se cambiara y entonces volvió con un vestido de chica. Y ganó la batalla. Y ahora ya le dejan que vaya con pantalones cortos, con chancletas o como le dé la gana. A él y a todos sus compañeros. Por una parte está la doctrina oficial, ya sabes, el sistema imperante, lo que se supone que debemos creer y respetar, los convencionalismos sociales, las viejas y entrañables tradiciones históricas de la comunidad, la existencia de Dios, el amor a la patria, el apego a lo nuestro, a nuestra gastronomía, a nuestro santo patrono, a nuestro bonito folclore, etc. Todas estas cosas que nos encantan y en las que se supone que se basa la identidad del grupo y el orden elemental de las cosas. Y luego está el individuo. Al grupo no le gusta el individuo, siempre lo digo. ¿Y por qué no le gusta? Pues porque el individuo tiende a ponerse chulo. A ponerse desafiante. A cuestionar lo que no debe. A jugársela. Aunque solo sea por hacerse el gracioso. Siempre ha sido así. Lo propio del individuo es ponerse chulo frente al grupo. Muchas veces le parten la cara, claro (o algo peor). Pero cuando no se la parten y consigue poner en evidencia las estupideces de la inteligencia imperante y los errores de la verdad imperante y los absurdos de la moral imperante y los agravios de la justicia imperante y las porquerías de la cultura imperante y las corrupciones de la política imperante, entonces, digo, en esos casos, en esos momentos estelares ganamos todos: avanzamos con él. Aplaudimos su insensata osadía, nos encanta su irreverencia. Siempre admiramos al hombre solo que se planta y se la juega. Muchos de los grandes pasos que ha dado la humanidad se deben a tipos así: individualistas, iconoclastas, chiflados. En fin, me voy a sentar un rato en la terracita del limonero.