“Amabilización”
qué inesperada y bella palabra, queridos conciudadanos y vecinos. El señor Nagore ya la utilizó en su columna del sábado pasado. “Plan para la amabilización del centro”, qué idílico hallazgo. Esto no se le ha ocurrido a cualquiera, desde luego. Esto no puede ser producto de una de esas fantasmagóricas reuniones de ideas. Esto es poesía. Esto es cosa de un genio anónimo, un ser inspirado. Admitámoslo, el término optimización estaba ya obsoleto. De hecho, ¿a quién no le saltaba la risa cada vez que oía a su jefe decir “optimización” una vez más? Optimización, suena ya hasta prosaico. Por no hablar de remodelación o perfeccionamiento: conceptos de otra época. Amabilizar, sin embargo, es algo más. Sugiere otros mundos, posibilidades y actitudes más elevadas. Y además introduce el elemento emocional (tan introductible hoy en día y tan esencial en un mundo en el que hasta los electrodomésticos son empáticos). Las palabras son importantes. Como bien dijo John Ashbery, las palabras hacen el mundo a las diez de la mañana. Ignoro por qué precisamente a las diez de la mañana, pero Ashbery era otro gran poeta y por lo general estos tipos aciertan (de algún modo, claro). Porque vamos a ver, ¿quién no sería más amable si pudiera? E incluso, ¿quién no sería más plausible si supiera cómo? El plan de plausibilización ciudadana llegará en su día, no me cabe la menor duda: el joven jubilado recogerá la caca de su can y recibirá la correspondiente ovación de los transeúntes: ¡bravo! Pero no nos adelantemos. Contentémonos de momento con la sencilla amabilidad. Y disfrutémosla de manera natural como seres simples que somos. ¿Acaso no es la amabilidad de los extraños e incluso la de los conocidos lo que evita cada día que este planeta estalle no una sino cien veces? Traslademos el concepto a las empresas. Amabilicemos también las periferias. La revolución ya está aquí.