Un monstruo terrible avanzaba por el laberinto subterráneo del East London hace unos días hasta quedar atrapado. Podría haber llegado al alcantarillado escapando de un relato de Lovecraft y haciendo así reales los terrores más oscuros del escritor. Y los nuestros. 130 toneladas de excreciones, fluidos y restos, de lo que expulsamos cada día. Porque hay quienes siguen lanzando al inodoro aceite usado, condones y toallitas en la alegre creencia infantil de que serán desintegrados por la fuerza centrífuga y el espíritu purificador del agua. Imaginad diez autobuses rojos de dos pisos llenos de esta clase de mierda. Un mes y un destacamento de maquinaria percutora y destructora van a ser necesarios para acabar con el monstruo. He visto a operarios de limpieza enfrentarse a él embolsados en pantalones de goma hasta el sobaco y me pregunto qué habrán hecho mal en vidas anteriores para estar hoy ahí. Pero esa negación de la evidencia no es patrimonio exclusivo de Londres, claro. En Donostia también luchan contra un tapón del tamaño de seis coches y similar materia prima que ha colapsado un canal de saneamiento. Masas enormes que bloquean el discurrir natural de las cosas, como las integradas por miles de personas estos días en las calles de Barcelona, intentando dificultar los registros de la Guardia Civil. Con una pequeña diferencia. Aquí la inmundicia no es el resultado, sino su origen, la creencia infantil del gobierno español de que las voluntades, deseos y derechos de buena parte de un pueblo serían desintegrados por la fuerza centrífuga y el espíritu purificador del paso del tiempo. Y ese inmovilismo y esa incapacidad de diálogo sólo han hecho la bola el doble de grande.