Hace un tiempo, cuando escuchábamos la palabra relato, el pensamiento se iba a lo literario. A los cuentos, apólogos, fábulas, narraciones encuadernadas o encuadernables. Detrás de ello quedaban Esopo, Poe o Cortázar. Eso sigue así, pero además, ha expandido su significado y por arte del marketing y el storytelling todo es marca en busca del relato que emocione y movilice afinidades, desde Ikea hasta usted cuando cuenta la última discusión con su vecino, ¿a que sí? Al igual que en la creación literaria, los hechos objetivos admiten diferentes lugares, desde la preeminencia a lo anecdótico y la crónica lineal o causal tampoco es lo más relevante. Usted puede empezar a contar por el final, por el medio o por el principio y usted decide dónde se sitúa este. Lo que de entrada, ya es un puntazo, porque su vecino puede tener otra percepción.

Como a ustedes, la cuestión catalana (llamarla así es una opción rápida, otra denominación sería mejor porque reflejaría toda la complejidad del caso) me tiene la cabeza bastante ocupada. No hay agente político que no haya elaborado su relato (en Sálvame dirían su verdad) y elige el tono, desde el drama a la comedia o al esperpento. ¿Cómo llamábamos a esto antes? Opinión, postura, punto de vista, interés. Cada uno de los relatos aporta una definición cerrada y posicionada de la realidad y eso, si nos dejamos arrastrar por la marea narrativa, nos deja flotando en círculos. Es muy entretenido, hay miles de luces, sorpresas, giros.

Al escribir, es importante saber más o menos cómo se va a acabar. El fin tira del principio y modula la acción, establece prioridades y se desechan excursiones que distraen o entorpecen. No son tiempos de finales felices, pero sí de posibilidades abiertas. Seguro que ustedes también las imaginan.