hace unos meses me llegó a la mano la nueva pirámide de la alimentación. En la cima, una guinda coronaba un hermoso trozo de tarta y a un lado la indicación de que con dos raciones semanales vamos que ardemos. Y con menos posiblemente mejor, pero no estamos en eso. En la base, lo novedoso. No estaba representado ningún grupo de alimentos, sino un par de grupos de personas. Uno variado, vagamente familiar, jugaba al aire libre. Otro, más homogéneo en edades, sentado en una mesa en actitud distendida, parecía disfrutar de la sobremesa. Vaya, que necesitamos la compañía más que el comer. A efectos de salud. Estamos programados como seres sociales. La relación es el medio y es sustento.

En nuestro país, un tercio de las personas se sienten solas y esta soledad aumenta en un 25% las probabilidades de mortalidad. La soledad empeora los indicadores físicos y psíquicos y es notablemente democrática, afecta a todos los sectores sociales y edades. Desde la autosuficiencia a la irritación con el mundo o la hiperocupación, la desconexión busca máscaras para ocultar la vergüenza de no suscitar cariño, atracción, interés. Se muere en soledad porque se vive en soledad y el colofón es un titular que anuncia que se ha encontrado un cadáver y un vecindario entre sorprendido y pesaroso.

La soledad es una epidemia que se vive como fracaso personal y ahí radica una de las dificultades para afrontarla. Más cuando el éxito adopta la imagen de grupos animados que hacen planes estupendos, gente que no da abasto con su agenda, días a los que les faltan horas. ¿Cómo pedir compañía en un entorno que valora la falta como problema propio o merecido, en una sociedad que tapa la vulnerabilidad, que no es otra cosa que el acicate universal para encontrarnos?