malos tiempos para la lírica. Y aburridos: por no decir tristes (o algo peor). Sobre todo para la gente a la que no le gustan las banderas. Todos esos ahí, con sus banderas. ¿No tienes una más grande? ¡Y qué listos los chinos! Contaron que los mismos que vendían las esteladas vendieron después las españolas: eso es olfato. A mí no es que no me gusten, es más bien que me repugnan. Las banderas, si: todas. Tengo un problema. Es una fobia, creo: me parece que apestan y que me va a transmitir algún virus. Puede que esté loco, no lo descarto, pero nunca me verás agitando una bandera. ¿Y eso es bueno o malo? Pues no lo sé, pero yo no suelo acertar mucho: así que será malo, supongo. No tener bandera cuando tododios tiene una (o más) puede llegar a ser muy peligroso, claro: ya lo sabemos. Ya lo decía Brassens, ¿no? Todos todos me miran mal salvo los ciegos es natural, ¿os acordáis? El rollo chungo que tengo yo con las banderas tiene que venir de la infancia, de algún trauma o algo (es la única explicación que encuentro). De lo contrario, ¿por que iba yo a pensar que las banderas solo sirven para armarla? Durante una temporada, el invierno pasado, me dediqué a escribir definiciones en el sótano. La definición de bandera decía así: “Objeto coloreado a veces acompañado de cierta música enfática que se usa como reclamo para atraer masas más o menos dóciles y llevarlas a la guerra tontamente”. Soy consciente de que a muchos de mis amigos les hará poca gracia, pero como ya me conocen, espero que no se lo tomen a mal. Como dato diré que simpatizo con el estilo de desafío pacífico que se ha ido trabajando en Cataluña y estoy convencido de que tarde o temprano dará frutos (dulces o amargos, eso ya otra cuestión). Pero las banderas, lo siento, no las soporto. Nunca he podido. Me dan miedo y asco: en cualquier parte.
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