Cada vez más dependemos de algoritmos que aprenden de nosotros para facilitarnos las cosas. Detrás no hay una persona mirando, sino una inteligencia artificial que reconoce pautas en nuestras costumbres y en las de quienes nos rodean. Por cada entorno que usamos (redes sociales, mensajería, webs o aplicaciones para ocio o compras y demás) hay un robot que no suele ser físico, alimentado con estrategias para descubrir lo que nos gusta. Si pudiéramos achacarle algo es que buscan denodadamente complacernos. No por nada sino porque los han programado así en las compañías detrás de esas utilidades: ahí los responsables, humanos por supuesto, deciden cómo sacar dinero de nuestras pasiones, debilidades y odios, y para ello hacen muy efectivos a los bichillos informáticos que nos acompañan. Saben que los necesitamos: si no estuvieran sería todo más difícil, menos amigable. Pero como esos algoritmos se alimentan de todo lo que ven, se ceban con lo que nos apasiona, que no es necesariamente bueno. Si no se han dado cuenta en este último mes de cómo todo lo que les llega sobre Cataluña está completamente polarizado es que no viven en este mundo. Los robots se vuelven extremistas, son verdaderamente exagerados y fundamentalistas, porque lo que más adscripción u odio levanta es precisamente lo más extremo. Sus programadores están preocupados porque con el alimento las conductas humanas se vuelven monstruosos, como aquella chica robot llamada Tay que en un solo día se convirtió en una odiadora profesional en Twitter por ser popular, haciendo lo que todos hacen: odiar en alto. Y es que en todo esto hay mucho monstruo suelto. Pero no una inteligencia artificial, es la natural y humana capacidad de hacer lo peor. Ahora se lo enseñamos a las máquinas, si es que no aprendemos.
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