Al fondo del bar, cenaban con un apetito enternecedor. La cría pequeña devoraba las patatas fritas como si la persiguieran, su vitalidad desmentía las enormes ojeras de color violeta. Los jirones flotantes del tul de sus mangas, lejos de entorpecer las maniobras de aprovisionamiento, alejaban competidores del entorno de las fuentes. Los mayores, igualmente demacrados y rotos, comían con la misma desenvoltura y se pegaban algún que otro trago cumplido aunque el vino, por el momento, no había conseguido colorear sus mejillas blanquísimas. Una bonita familia de zombis y aparecidos forales, enérgicos y entusiastas, reponiendo fuerzas. Una primera extrañeza, pero luego, claro, es verdad, que se acerca Halloween. De víspera se conoce el día. A la salida, comprobamos que los escaparates de perfumerías, cafeterías, ópticas y supermercados se decoraban en consonancia o anunciaban convocatorias festivas. Recordamos con una media sonrisa que lo único que confirma es que nos hacemos mayores, la irritación que hace un par de décadas se percibía en los comentarios sobre esa celebración extranjera, banalizadora, falta de respeto, pagana, colonizadora, ajena a nuestros valores, elijan ustedes la calificación que más les cuadre. O su defensa como coherente para aquellos niños y niñas, los nuestros, que iban a expresarse en un correctísimo inglés antes de cumplir los diez años. Seguimos sonriendo porque no hace falta más que tiempo para poder sonreír así y no deja de ser una ganancia. Hoy, creo, las telarañas de Halloween han demostrado que no compiten con los crisantemos de Todos los Santos. Cuelgan de soportes diferentes y apelan a registros dispares. El otro día fui a un funeral y cantaban Morir solo es morir, morir se acaba. A mí, la mayor parte de los mensajes que recibo me parecen un punto extraños. Pero bueno, seguramente todo tenga una vuelta.
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