El lunes y el martes estuvieron tan cargados que apenas si fue un momento de destemple, un escalofrío entre dos actividades. Bueno, ale, tira, que enseguida llega la noche. Y llegó. Y bien y me fui templando y luego, sobre todo, la cama sin hora, que el miércoles era fiesta. Y el miércoles tranquilidad, si hasta pude trabajar un rato relajada y pelar pimientos a la tarde, un ritual de otoño, como cuando me da por hacer dulce de membrillo aunque luego no lo pruebe. Son hermosos los membrillos y, una vez repetida varias veces la receta, es tranquilizador saber que el hirviente fluido cuajará y la superficie se volverá tersa y brillante y cobriza.

Pero el jueves volvió la cuesta arriba y el viernes para las once de la mañana era un trapo tirado en la orilla del día. Sin voz. Sin ansias. Mucho líquido, paracetamol, algo para la garganta. Congestión, somnolencia. Todos y cada uno de los huesos del cuerpo reclaman su protagonismo dolorido. No hay postura ni distracción.

El sábado, algunas llamadas, nos vemos otro rato, estoy fatal. Bien entrada la mañana, consigo empezar un libro, un par de cuentos de Jon Bilbao. Me gustan. Sobre todo el de la pareja que vigila a sus vecinos en una urbanización de la playa. Pero la cabeza no da para más, así que vuelta a rebozarme en el edredón. Y así hasta la hora de comer. Me dejo cuidar. Consomé, algo ligero después. Veo a Joan Margarit en el periódico. Hay una frase suya, La poesía es hoy la última casa de misericordia, que me resuena y no me va a abandonar durante todo el fin de semana. La hago mía en este primer y formidable trancazo del otoño. Las autónomas siempre nos ponemos malas los fines de semana.