Naoko es un regalo. Tiene una belleza dulce, nada agresiva, es fácil de llevar y siempre está ahí. Le gusta sentirla a su lado cada mañana cuando abre los ojos. Jon nunca había convivido con una mujer que no fuera su madre y dudaba de su capacidad para conseguirlo. Le ha costado, tres años, pero la ha encontrado y lo cierto es que se acoplan bien. Y en la cama, increíblemente. A Jon le encanta cómo se le apoya en la clavícula un mechón de su cabello negro y lacio cuando baja la mirada, cómo se le curva al contacto con ese hueso delicado. A veces le gusta dejar una cereza apoyada en el hueco y después absorberla y morderla. Sentir cómo estalla. Sí? se ha enamorado. Descubrir la desnudez de su nuca inmaculada cuando lleva el cabello recogido con dos palitos de fresno le vuelve loco. Esa es la imagen que le guía al volante camino a casa cuando atraviesa cada tarde el hormigueo incesante de Kyoto. Jon lleva tres años en una ingeniería filial de Sony. Echa de menos las brumas de Elizondo en estas primeras mañanas de diciembre, la niebla suspendida sobre el cauce del Baztán y los desayunos que le preparaba ama antes de salir hacia Pamplona. Pero el trabajo manda, hijo. Si la empresa te lo ha ofrecido, vete a Japón. Ahorra unos años y luego vuelves y te haces esa casa en el terreno del tío. Pierde cuidado, yo me encargo de que te lo guarde, le decía guiñándole un ojo su madre. Y está bien pagado, pero Kyoto le cuesta, no se acostumbra. Menos mal que Arata, el compañero de oficina con el que sale a cenar y a beber, es un buen tipo. Cuando vio que Jon llevaba semanas sin sonreír, le regaló a Naoko. Tiene una garantía de 5 años. Quizá para entonces ya haya vuelto a ese Elizondo del que tanto le habla.
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