Ana, Bruno, Carmen, David, Emma... Alternando género, estos nombres pertenecen (pertenecerán, muchos ni siquiera existen aún) a tormentas que podrían acercarse a nuestro país. Ahora se da nombre a las ciclogénesis explosivas con tormentas asociadas, las ciclones de latitudes medias más intensos de los casi doscientos cincuenta que se forman cada invierno entre las latitudes de 30 y 60 grados. Las noticias nos presentaban la llegada ayer de Ana como una verdadera amenaza: fuertes vientos, lluvias torrenciales, esos elementos que hacen de la temperie algo que seguimos mirando como parte de la fuerza de Natura, incontrolada y a veces desatada.

Hasta finales de los años cincuenta no se les daba un nombre propio a las tormentas: se usaba un número conforme cada año aparecían. Y aunque la meteorología comenzaba ya a estudiarlas y poder comenzar a hacer modelos de cómo se mueven y qué fuerza pueden desarrollar, siguen hoy permaneciendo inaccesibles al pronóstico detallado: siempre pueden dar una mala sorpresa. Actos de Dios, se les decía especialmente a las más intensas, como a los rayos y a otros desastres naturales, algo que tuvo que ver siglo y pico antes con la oposición de la iglesia a la instalación de pararrayos. Fue en EEUU donde, para hacerlos más accesibles que un número de catálogo, decidieron llamar a los ciclones tropicales con nombres de mujer, una gracieta que fue aceptada por todo el mundo durante un cuarto de siglo, hasta que se empezaron a alternar nombres de mujer y de hombre. Cuando un huracán resulta especialmente devastador, ese nombre no se volverá a usar. Por eso no volverá Katryna. Y esperamos que Ana pueda volver, un tormenta densa, mucho menos terrorífica que sus hermanas de los trópicos, pero igualmente suficiente para que los medios de comunicación nos hagamos eco de ellas. Y ellos.